Había cerrado la noche, la noche silenciosa y negra. El soldado no se movió, estremeciéndose a cada uno de los ruidillos ignorados y leves que se producen en las tinieblas. Un conejo arañando la tierra espantó a Wálter Schnaffs hasta el punto de impulsarlo a huir. Los chillidos de los mochuelos le desgarraban el corazón como dolorosas heridas. Abría desmesuradamente los ojos para ver en la oscuridad, y a cada instante le parecía que andaban cerca.
Después de interminables horas y de angustias de condenado, a través del ramaje que lo cubría vio clarear el cielo. Una inmensa tranquilidad inundó su alma; sus músculos, perdiendo la rigidez que los contraía, descansaron; su espíritu se calmó, se cerraron sus ojos y se quedó dormido.
Al despertar vio el sol en lo más alto de su carrera. Ningún ruido turbaba la tranquilidad melancólica de los campos y Wálter Schnaffs comprendió que padecía un hambre aguda.
Bostezaba, y la boca se le hacía agua pensando en el salchichón, en el buen salchichón que comen los soldados, y le dolía el estómago.
Se levantó, dio algunos pasos, y notando que sus piernas flaqueaban volvió a sentarse para reflexionar. Aun durante dos o tres horas estuvo discutiendo el pro y el contra, cambiando a cada instante de resolución, abrumado, combatido por contradictorios razonamientos.
Una idea le pareció al fin lógica y práctica: esperar a que pasara un campesino solo, sin armas y sin herramientas peligrosas, correr a su encuentro y entregarse a él, haciéndole comprender que se declaraba prisionero.
Se quitó el casco negro cuya punta dorada podía serle fatal, y asomó la cabeza con precauciones infinitas.
Ningún ser aislado se presentaba en el horizonte. Lejos, a la derecha, un villorrio lanzaba el humo de sus chimeneas, ¡el humo de las cocinas!; a la izquierda, y al extremo de una calle de árboles, aparecía una residencia señorial.
Así aguardó hasta el anochecer, padeciendo espantosamente y sin ver más que los cuervos que pasaban por encima de su escondrijo, sin oír otra cosa que los tristes lamentos de sus tripas.
Y volvió a cerrar la noche.
Acomodándose y estirándose bajo las malezas, volvió a dormir con fiebre, torturado por fieras pesadillas, con el sueño de un hambriento.
De nuevo la aurora se mostró en el cielo y el soldado volvió a observar, pero la campiña estaba solitaria, como el día antes, y un terror extraño sobrecogió a Wálter Schnaffs; el terror de morir de hambre. Se imaginaba tendido en el agujero, inmóvil, con los ojos cerrados. Luego toda clase de animalitos acercándose a su cadáver, lo devoraban, lo cubrían, deslizándose bajo la ropa y mordiendo su piel fría. Un cuervo le sacaba los ojos con su afilado pico.
Entonces enloqueció, creyendo que la debilidad lo desmayaría, no permitiéndole andar, y estaba resuelto a encaminarse hacia el villorrio, cuando vio a tres campesinos que iban con los horcones al hombro. Volvió a su escondrijo para que no lo descubrieran.
de Maupassant, Guy( 1883). La aventura de Wálter Schnaffs
Consultado 17/2/2021