|La aventura de Wálter Schnaffs 3|

 

Había cerrado la noche, la noche silenciosa y negra. El soldado no se movió, estremeciéndose a cada uno de los ruidillos ignorados y leves que se producen en las tinieblas. Un conejo arañando la tierra espantó a Wálter Schnaffs hasta el punto de impulsarlo a huir. Los chillidos de los mochuelos le desgarraban el corazón como dolorosas heridas. Abría desmesuradamente los ojos para ver en la oscuridad, y a cada instante le parecía que andaban cerca.

Después de interminables horas y de angustias de condenado, a través del ramaje que lo cubría vio clarear el cielo. Una inmensa tranquilidad inundó su alma; sus músculos, perdiendo la rigidez que los contraía, descansaron; su espíritu se calmó, se cerraron sus ojos y se quedó dormido.

Al despertar vio el sol en lo más alto de su carrera. Ningún ruido turbaba la tranquilidad melancólica de los campos y Wálter Schnaffs comprendió que padecía un hambre aguda.

Bostezaba, y la boca se le hacía agua pensando en el salchichón, en el buen salchichón que comen los soldados, y le dolía el estómago.

Se levantó, dio algunos pasos, y notando que sus piernas flaqueaban volvió a sentarse para reflexionar. Aun durante dos o tres horas estuvo discutiendo el pro y el contra, cambiando a cada instante de resolución, abrumado, combatido por contradictorios razonamientos.

Una idea le pareció al fin lógica y práctica: esperar a que pasara un campesino solo, sin armas y sin herramientas peligrosas, correr a su encuentro y entregarse a él, haciéndole comprender que se declaraba prisionero.

Se quitó el casco negro cuya punta dorada podía serle fatal, y asomó la cabeza con precauciones infinitas.

Ningún ser aislado se presentaba en el horizonte. Lejos, a la derecha, un villorrio lanzaba el humo de sus chimeneas, ¡el humo de las cocinas!; a la izquierda, y al extremo de una calle de árboles, aparecía una residencia señorial.

Así aguardó hasta el anochecer, padeciendo espantosamente y sin ver más que los cuervos que pasaban por encima de su escondrijo, sin oír otra cosa que los tristes lamentos de sus tripas.

Y volvió a cerrar la noche.

Acomodándose y estirándose bajo las malezas, volvió a dormir con fiebre, torturado por fieras pesadillas, con el sueño de un hambriento.

De nuevo la aurora se mostró en el cielo y el soldado volvió a observar, pero la campiña estaba solitaria, como el día antes, y un terror extraño sobrecogió a Wálter Schnaffs; el terror de morir de hambre. Se imaginaba tendido en el agujero, inmóvil, con los ojos cerrados. Luego toda clase de animalitos acercándose a su cadáver, lo devoraban, lo cubrían, deslizándose bajo la ropa y mordiendo su piel fría. Un cuervo le sacaba los ojos con su afilado pico.

Entonces enloqueció, creyendo que la debilidad lo desmayaría, no permitiéndole andar, y estaba resuelto a encaminarse hacia el villorrio, cuando vio a tres campesinos que iban con los horcones al hombro. Volvió a su escondrijo para que no lo descubrieran.

Pero cuando la noche hundió en sombras la llanura, el soldado salió, incorporándose apenas, encorvado, temeroso, con el corazón palpitante, avanzando hacia la residencia señorial, prefiriendo más bien acudir a ella que al villorrio, el cual imaginaba como una guarida de tigres.
 
 

  de Maupassant, Guy( 1883).  La aventura de Wálter Schnaffs

ciudadseva.com

 Consultado 17/2/2021