La luna iluminaba dulcemente los árboles del jardín. El día se aproximaba.
Una muchedumbre de sombras cautelosas y calladas avanzaba lentamente, deslizándose, buscando los caminos cubiertos y oscuros. A veces un rayo de luna, penetrando entre el ramaje, hacía brillar una punta de acero.
La residencia señorial aparecía sosegada y majestuosa. En el piso bajo había luz.
De pronto una voz rugió:
-¡Adelante! ¡Al asalto! ¡Al asalto, hijos míos!
Y las puertas y las ventanas cedieron al esfuerzo de los muchos hombres que invadían la casa, rompiendo y destrozando. Cincuenta soldados, armados hasta los dientes, se agolparon en la cocina donde dormía pacíficamente Wálter Schnaffs, y le pusieron al pecho cincuenta carabinas cargadas, lo derribaron, lo magullaron y lo ataron de pies a cabeza.
Él. no sabía lo que pasaba, medroso, aturdido.
Y de pronto un militar gordo, cubierto de galones dorados, le puso el pie sobre el vientre, vociferando:
-¡Prisionero! ¡A rendirse! ¡Prisionero!
El prusiano, que sólo entendió la palabra “prisionero”, contestaba:
-Ya, ya, ya.
Lo levantaron, y atándolo a una silla sus fatigados vencedores lo examinaban con mucha curiosidad. Algunos tuvieron que sentarse, no pudiendo resistir el cansancio y la emoción.
El alemán sonreía, sonreía tranquilo, seguro de que ya era prisionero.
Otro oficial dijo, asomándose a la puerta:
-Mi coronel, los enemigos han huido; es indudable que sufrieron bajas de consideración. Quedamos dueños de la plaza.
El militar gordo, enjugándose la frente y sudoroso, vociferó:
-¡Hemos triunfado!
Y sacando un cuaderno apuntó: “Después de una encarnizada lucha, los prusianos organizaron su retirada, llevándose muertos y heridos, que no bajarían de cincuenta. Hicimos prisioneros.”
El oficial dijo:
-¿Qué disposiciones hay que tomar, mi coronel?
Y el coronel contestó:
-Nos replegaremos por si ahora se rehacen y toman la ofensiva con fuerzas superiores.
Y dio las órdenes para la marcha.
La columna se formó junto a los muros de la casa y se puso en movimiento llevando a Wálter Schnaffs agarrotado, bajo la custodia de seis hombres.
Algunas avanzadas reconocieron el camino. Andaban con prudencia, deteniéndose de cuando en cuando.
Al despuntar el día llegaron a Roche-Oysel, cuya guardia nacional había realizado aquel hecho de armas.
La muchedumbre aguardaba impaciente y ansiosa. Al descubrir el casco del prisionero, estallaron clamores formidables. Las mujeres levantaban los brazos, los viejos lloraban; uno lanzó una piedra, y en vez de tocar al prusiano, hirió en la nariz a uno de sus guardianes.
El coronel rugió.
-¡Vigilen para que nadie ponga en peligro al prisionero!
Llegaron a la Casa de la Villa y Wálter Schnaffs entró en la cárcel, ya libre de ataduras.
Doscientos hombres armados guardaban el edificio.
Entonces, a pesar de los síntomas de indigestión que lo atormentaban, el prusiano, loco de alegría, empezó a bailar, a bailar desaforadamente, levantando los brazos y las piernas entre gritos frenéticos, hasta caer sin fuerzas junto a una pared.
¡Era prisionero! ¡Estaba en salvo!
De este modo la señorial residencia de Champiguet fue reconquistada al enemigo, después de seis horas de ocupación. El coronel Ratier, comerciante de pañería, que realizó la hazaña de los nacionales de Roche-Oysel, fue condecorado.
de Maupassant, Guy (1883). La aventura de Wálter Schnaffs
Consultado 17/2/2021