Valera, Juan (1887)
El pescadorcito Urashima
Versión en español de una leyenda japonesa
Valera, Juan (1887)
El pescadorcito Urashima
Versión en español de una leyenda japonesa
Valera, Juan (1887)
El pescadorcito Urashima
Versión en español de una leyenda japonesa
Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:
-Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.
Tomó entonces Urashima un remo y la princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía o imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh, qué sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta, las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro. Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida, ponlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el palacio parecía. Y todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios de la mar y el marido de la adorable princesa?
FUENTE:
Valera, Juan (1887)
El pescadorcito Urashima
Versión en español de una leyenda japonesa
FUENTE:
La luna iluminaba dulcemente los árboles del jardín. El día se aproximaba.
Una muchedumbre de sombras cautelosas y calladas avanzaba lentamente, deslizándose, buscando los caminos cubiertos y oscuros. A veces un rayo de luna, penetrando entre el ramaje, hacía brillar una punta de acero.
La residencia señorial aparecía sosegada y majestuosa. En el piso bajo había luz.
De pronto una voz rugió:
-¡Adelante! ¡Al asalto! ¡Al asalto, hijos míos!
Y las puertas y las ventanas cedieron al esfuerzo de los muchos hombres que invadían la casa, rompiendo y destrozando. Cincuenta soldados, armados hasta los dientes, se agolparon en la cocina donde dormía pacíficamente Wálter Schnaffs, y le pusieron al pecho cincuenta carabinas cargadas, lo derribaron, lo magullaron y lo ataron de pies a cabeza.
Él. no sabía lo que pasaba, medroso, aturdido.
Y de pronto un militar gordo, cubierto de galones dorados, le puso el pie sobre el vientre, vociferando:
-¡Prisionero! ¡A rendirse! ¡Prisionero!
El prusiano, que sólo entendió la palabra “prisionero”, contestaba:
-Ya, ya, ya.
Lo levantaron, y atándolo a una silla sus fatigados vencedores lo examinaban con mucha curiosidad. Algunos tuvieron que sentarse, no pudiendo resistir el cansancio y la emoción.
El alemán sonreía, sonreía tranquilo, seguro de que ya era prisionero.
Otro oficial dijo, asomándose a la puerta:
-Mi coronel, los enemigos han huido; es indudable que sufrieron bajas de consideración. Quedamos dueños de la plaza.
El militar gordo, enjugándose la frente y sudoroso, vociferó:
-¡Hemos triunfado!
Y sacando un cuaderno apuntó: “Después de una encarnizada lucha, los prusianos organizaron su retirada, llevándose muertos y heridos, que no bajarían de cincuenta. Hicimos prisioneros.”
El oficial dijo:
-¿Qué disposiciones hay que tomar, mi coronel?
Y el coronel contestó:
-Nos replegaremos por si ahora se rehacen y toman la ofensiva con fuerzas superiores.
Y dio las órdenes para la marcha.
La columna se formó junto a los muros de la casa y se puso en movimiento llevando a Wálter Schnaffs agarrotado, bajo la custodia de seis hombres.
Algunas avanzadas reconocieron el camino. Andaban con prudencia, deteniéndose de cuando en cuando.
Al despuntar el día llegaron a Roche-Oysel, cuya guardia nacional había realizado aquel hecho de armas.
La muchedumbre aguardaba impaciente y ansiosa. Al descubrir el casco del prisionero, estallaron clamores formidables. Las mujeres levantaban los brazos, los viejos lloraban; uno lanzó una piedra, y en vez de tocar al prusiano, hirió en la nariz a uno de sus guardianes.
El coronel rugió.
-¡Vigilen para que nadie ponga en peligro al prisionero!
Llegaron a la Casa de la Villa y Wálter Schnaffs entró en la cárcel, ya libre de ataduras.
Doscientos hombres armados guardaban el edificio.
Entonces, a pesar de los síntomas de indigestión que lo atormentaban, el prusiano, loco de alegría, empezó a bailar, a bailar desaforadamente, levantando los brazos y las piernas entre gritos frenéticos, hasta caer sin fuerzas junto a una pared.
¡Era prisionero! ¡Estaba en salvo!
De este modo la señorial residencia de Champiguet fue reconquistada al enemigo, después de seis horas de ocupación. El coronel Ratier, comerciante de pañería, que realizó la hazaña de los nacionales de Roche-Oysel, fue condecorado.
de Maupassant, Guy (1883). La aventura de Wálter Schnaffs
Consultado 17/2/2021
En las ventanas del piso bajo se veía luz; una estaba abierta y despedía olor intenso de manjares bien condimentados; olor que penetró de pronto por la nariz, hasta el estómago de Wálter Schnaffs, crispándolo, atrayéndolo con fuerza irresistible, avivando su corazón con audacia desesperada.
Y bruscamente, sin reflexionar, asomó su cabeza, cubierta con el casco negro de punta dorada, por el marco de la ventana.
Ocho criados comían alrededor de una gran mesa. Pero de pronto una doncella se quedó petrificada, con los ojos fijos, dejando caer el vaso que se llevaba a la boca. Todas las miradas fueron a convergir en un punto.
-¡El enemigo!
¡El enemigo! ¡Los prusianos atacaban la residencia señorial!
Primero resonó un grito, un solo grito formado por ocho voces diferentes, un grito de mortal espanto; luego un tumultuoso movimiento, empujones, apretones, confusión y desordenada huida por la puerta del fondo. Cayeron las sillas, los hombres atropellaron a las mujeres, pisándolas. En un instante la habitación quedó vacía, abandonada, con la mesa cubierta de manjares, a la vista de Wálter Schnaffs, estupefacto, que seguía junto a la ventana. Después de algunas dudas se encaramó como pudo y entró, acercándose a los platos. Su hambre desesperada lo hacía temblar como un calenturiento; pero el terror lo contenía, paralizándolo aún. Escuchó. Se estremecía toda la casa; se cerraban con estrépito las puertas; andares rápidos resonaban en el piso de arriba. El prusiano, inquieto, aplicó el oído a los confusos rumores; oyó luego sordos ruidos, como de cuerpos que se desplomaran sobre la tierra blanda, cerca del muro; cuerpos humanos que saltasen desde el primer piso al jardín.
Después cesaron los movimientos y las agitaciones, y la residencia señorial quedó silenciosa como una tumba.
Wálter Schnaffs, sentándose ante un plato servido con abundancia, intacto, comenzó a comer. Comía con ansia, llenándose mucho la boca, masticando con prisa, como si temiera verse interrumpido antes de tragar lo necesario. Se servía de las dos manos y engullía fieramente viandas que llenaban su estómago, hinchando su cuello al pasar. A veces tenía que interrumpir sus operaciones, temiendo reventar como un tubo demasiado lleno, y cogía un jarro de sidra para desatrancar el esófago, como se limpia una cañería.
Vació todos los platos y todas las botellas; luego, embrutecido, borracho, se desabrochó el uniforme para no ahogarse. Se confundieron las ideas de su cerebro y se le cerraron los ojos, apoyó la cabeza entre los brazos cruzados sobre la mesa y perdió la noción de todo.
de Maupassant, Guy (1883). La aventura de Wálter Schnaffs
Consultado 17/2/2021