|La aventura de Wálter Schnaffs 1|

 

Desde su entrada en Francia con el ejército invasor, Wálter Schnaffs se creía el más desdichado de los hombres. Era gordo, andaba con dificultad, se ahogaba y le dolían los pies. Era pacífico y bondadoso, nunca sanguinario; padre de cuatro niños, a los cuales adoraba, y esposo de una joven rubia, cuyos cuidados, ternuras y caricias echaba de menos a todas horas. Le gustaba levantarse tarde y acostarse pronto, comer lentamente manjares bien condimentados y tomar cerveza en las cervecerías. Afirmaba que todas las dulzuras de la existencia desaparecen con la vida, y sentía un odio inextinguible, instintivo y razonado a un tiempo, hacia los cañones, fusiles, revólveres y sables; pero, sobre todo, le inspiraban horror las bayonetas, sintiéndose incapaz de esgrimir ágilmente semejante arma para defender su vientre.

Y cuando, al llegar la noche, se veía obligado a dormir en el suelo, envuelto en su capote, junto a sus camaradas que roncaban, pensaba en la familia que dejó y en los peligros constantes de la guerra. Si muriese, ¿qué sería de sus hijitos? ¿Quién los mantendría? ¿Quién los educaría? Ni aun viviendo él estarían muy sobrados, a pesar del esfuerzo que hizo para dejarles, al partir, algún dinero. Y, a veces, Wálter Schnaffs lloraba.

Al principio de los combates las piernas le flaqueaban de tal modo que se hubiera dejado caer, sin el temor de que toda la tropa lo pisoteara. El silbido de las balas le ponía siempre los pelos de punta.

Vivía siempre atemorizado y angustioso.

El cuerpo de ejército de que formaba parte avanzaba hacia Normandía y en una ocasión lo comisionaron para reconocer un terreno, dándole un corto destacamento que debía explorar la comarca y replegarse inmediatamente. Todo parecía tranquilo en las cercanías y nada indicaba una resistencia.

Pero los prusianos bajaban con tranquilidad a un pequeño valle cortado por torrentes profundos, cuando un violento fuego de fusilería los detuvo, haciéndoles más de veinte bajas, y un batallón de cazadores, saliendo bruscamente de un bosquecillo, avanzó hacia ellos con bayoneta calada.

Wálter Schnaffs quedó un punto inmóvil, tan sorprendido y turbado que ni siquiera se le ocurrió huir. Luego, un deseo loco de abandonar el campo lo poseyó; pero reflexionando que corría como una tortuga y los cazadores franceses como galgos, renunció a sus intentos. Entonces vio, a seis pasos de distancia, una cortadura llena de maleza y cubierta de hojarasca. Acercándose saltó a pies juntos, sin detenerse a calcular la profundidad, como se salta de un puente al río.

Atravesó, como una flecha, una gruesa capa de bejucos y zarzas que le arañaron la cara y las manos, y cayó pesadamente sobre un lecho de piedras. Levantando los ojos vio el cielo por el agujero que hizo al bajar. Aquel agujero revelador podría denunciarle y se arrastró cautamente, a cuatro patas, hacia el fondo de aquel escondrijo, bajo un techo de ramas enlazadas, yendo lo más de prisa posible, apartándose del lugar del combate. Al fin se detuvo, se sentó y quedó como una liebre, acurrucado entre hierbas secas. 

 

  de Maupassant, Guy (1883).  La aventura de Wálter Schnaffs

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 Consultado 17/2/2021

Más RECURSOS  de Guy de Maupassant

|Las cortinas de Estelle|

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En el año 1962 Estelle Irizarry estudiaba la maestría en Estudios Hispánicos en la Universidad de Rutgers, pero nunca había visitado un país de habla hispana. Un buen día decidió que la situación era insoportable. Fue a la librería Las Américas, en Nueva York, y preguntó qué libro debía leer para conocer a Puerto Rico. El librero, Gaetano Massa, le recomendó La llamarada.


Tras leer esta novela de Enrique Laguerre, Estelle se montó en un avión, llegó a Puerto Rico y se
hospedó en el Caribe Hilton. Rápidamente dejó sus bártulos en la habitación, salió a la calle y se dispuso a esperar un taxi. A su lado vio a un “señor muy guapo” que también esperaba. Pasaron los minutos y no venía un taxi. Estelle, ansiosa por practicar su español con un nativo, se colocó frente a este señor muy guapo, su primer puertorriqueño de carne y hueso, y le preguntó:

 


-¿Por aquí pasan taxis?

 

El señor muy guapo le contestó, en inglés, que sí pasaban.

 

Entonces comenzó a lloviznar. Estelle volvió a colocarse frente al señor muy guapo y exclamó:

 

-¡Qué aguacero!

 

El señor, nuevamente en inglés, le respondió que la llovizna terminaría pronto.

 

Pero la rubia Estelle Irizarry, futura Catedrática de Español y Miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, había viajado a Puerto Rico para hablar español. Por eso volvió a colocarse frente al puertorriqueño muy guapo y preguntó:

 

-Oiga, ¿usted no habla español?

 

-Perdone -se disculpó el señor, con una sonrisa amplia-. Es que no me había dado cuenta de que me estaba hablando en español.

 

Ese tiene que haber sido el día más importante en la vida de Estelle Irizarry.

 

Treinta y nueve años después, en el 2001, sigue dialogando con ese “señor muy guapo”, don Manuel Irizarry, con quien lleva casada 38 años y ha tenido tres hijos. También ha escrito nueve libros sobre la literatura puertorriqueña, la mayoría de ellos sobre el autor de la novela que llevaba bajo el brazo ese día: Enrique Laguerre. Además, ha publicado decenas de artículos sobre diferentes autores boricuas.

 

Y todo comenzó esa tarde del año 1962 gracias a la ineficiencia de los taxis puertorriqueños y a una ligera llovizna tropical que Estelle confundió con un aguacero.

 

La aventura intelectual de Estelle ha abarcado mucho más que la literatura de mi país. Ha escrito un total de 29 libros sobre temas que cubren desde la literatura gallega hasta el uso de la informática en la crítica literaria. Entre éstos, me ha admitido que su libro favorito es La broma literaria en nuestros días. Si lo pensamos bien no debería sorprendernos esta preferencia, porque el tema del libro, y el deleite con que está redactado, reflejan el exquisito sentido del humor de esta estudiosa a quien le interesa la literatura, más que nada, por su aspecto lúdico.

 

Creo que fue este interés común lo que nos hizo amigos, ya que casi todos mis libros han comenzado, precisamente, como bromas literarias.

 

En el 1996 recibí un correo electrónico de esta ilustre profesora de Georgetown, a quien conocía por sus libros sobre Laguerre y por su revolucionaria edición de Los infortunios de Alonso Ramírez. Me pedía ayuda para conseguir ejemplares de mi libro Seva, ya que lo asignaría a sus estudiantes y no era fácil adquirirlo en Wáshington. Desde entonces, Estelle me ha honrado con excelentes estudios y artículos sobre mi obra.

 


Nuestra amistad empezó por Internet. Nos escribimos bastantes veces y llegué a comentarle a mi novia que había conocido a una brillante y simpática profesora puertorriqueña de Georgetown. Luego, antes de conocernos en persona durante un viaje suyo a Puerto Rico, hablamos por teléfono en varias ocasiones. En una de estas conversaciones, creo que la segunda, el tono de voz y el acento de Estelle me recordaron de pronto a mi hermana Lindy, quien llevaba sobre veinticinco años viviendo en Atlanta y hablaba un español puertorriqueño muy correcto, pero con un lejanísimo “no se qué” que yo le adjudicaba a la influencia de sus amistades centroamericanas y antillanas.

 

Se lo comenté a Estelle y le pregunté cuántos años llevaba fuera de Puerto Rico. Hubo un breve silencio y luego me contestó:

 

-Soy norteamericana, de madre húngara y padre polaco. Pero cuando era adolescente tenía en mi habitación unas cortinas con motivos mexicanos, y desde entonces vivo enamorada de la lengua española.

 

FUENTE:

ciudadseva.com

 López Nieves, Luis.  “Las cortinas de Estelle”, , Hispania, Universidad de Georgetown, Wáshington, D.C., Volumen 84, Número 4, diciembre 2001, pp.720-721.

Consultado 15/2/2021

|Utopía de un hombre que está cansado 3|


Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.

-Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?

-De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.

-Esperemos que con mejor fortuna que su padre.

Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.

La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.

A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.


-Es el crematorio -dijo alguien-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.

El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.

Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.

-La nieve seguirá -anunció la mujer.

En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

FIN

 12 monos en


|Utopía de un hombre que está cansado 2|

 


-¿Dinero? -repitió-. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.

-Como los rabinos -le dije.

Pareció no entender y prosiguió.

-Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.

-¿Un hijo? -pregunté.

-Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.

Asentí.

-Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

-¿Se trata de una cita? -le pregunté.

-Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.

-¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? -le dije.


-Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.

Con una sonrisa agregó:

-Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

-Así es -repliqué-. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.

El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.

Me atreví a preguntar:

-¿Todavía hay museos y bibliotecas?

-No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.

-En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.

Asintió sin una palabra. Inquirí:

-¿Qué sucedió con los gobiernos?

-Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

Cambió de tono y dijo:


-He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.

Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.

-Esta es mi obra -declaró.

Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.

-Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro -dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.

-Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.

Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.